Este cuento, a medio camino entre la distopía, el chiste y la crítica, me fue regalado en agosto de 2016. Iba de camino a casa en el Alvia, tras aterrizar en Barajas y pasarme toda una noche toledana de lectura histórica por mor de las pésimas combinaciones, cuando subió un señor de avanzada edad en una de las ciudades intermedias. Tenía reservado el asiento contiguo al mío, y tras darme los buenos días se repantigó a gusto en su butaca. Yo iba medio dormido, medio hambriento, medio rememorando mi lectura nocturna, cuando el hombre, del que recuerdo su enorme tamaño y su mostacho entrecano, soltó una exclamación.
Con toda su educación me pidió disculpas, y me explicó que era lector de cuentos, y que lo que acababa de leer le había provocado esa exhalación. De repente se animó mi viaje. No es común que alguien se confiese lector de cuentos, y allí, el sistema informático de la Renfe, había reunido a dos cuentoheridos. Nos presentamos y la charla duró hasta Oviedo, donde yo me apeaba. Él continuaba viaje hasta Gijón. Pero antes de despedirnos me regaló unas cuartillas con el cuento que hoy subo al blog. Lamentablemente no está firmado y no recuerdo su nombre.
El cuento se sitúa en un mundo distópico donde Internet ha reventado, sumiendo a la población mundial en el desamparo tecnológico. Desde un areópago gubernamental se hace frente a la debacle.
Lejos del chistecillo simpático se encierra en el texto una cáustica crítica social, si bien es cierto que haciendo uso de la sátira y la ironía, vecinas de rellano del humorismo. Quizá el esperpento valleinclanesco haya dejado de funcionar en el mundo real, esperpéntico de facto.
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Y el mundo se sumió en una Segunda Edad Oscura
*(cuento – 3.588 palabras ≈ 15 minutos)
La reunión había sido convocada en tiempo y forma. No en vano se trataba de una comunidad de científicos y tenían claro que en el ámbito de la gestión lo urgente es enemigo de lo importante. Tocaba, pues, abordar el tema y lo iban a hacer con las máximas garantías.
La sala era un habitáculo que cualquiera hubiera tildado de desangelado; cuando menos era parco en detalles, pues no existía nada que no tuviera una utilidad inmediata. Dominaba la estancia una gran barra central, como si de un bar se tratara, en forma de U casi cerrada, con un reposapiés por toda concesión a la comodidad. No había allí butacas ni silla ninguna, y los asistentes debían permanecer de pie durante el tiempo que durara la reunión. Un gran reloj de negros dígitos, ubicado sobre el lado abierto de la U, marcaba de forma inexorable las horas y los minutos. Por muy importante que fuera la reunión que allí se celebrara nunca se superaban los sesenta minutos. Si cumplido el tiempo estipulado no se había llegado a ningún acuerdo, votaban para continuar una improrrogable media hora más o se retiraban a deliberar hasta una próxima convocatoria que tendría lugar en menos de veinticuatro horas. Cada contertulio disponía en su puesto de un sistema de reproducción audiovisual a utilizar en caso de necesidad. Allí se iba a resolver asuntos que obligaban a la Hermandad, no a acomodarse y dormitar en plácidos butacones. Aquello era conocido como el sistema japonés de reuniones.
El presidente Oswaldo Pérez era el responsable directo de los allí reunidos. De pelo totalmente blanco y aún vigoroso e inusualmente largo para lo que acostumbraba el doctor, se le encrespaba descuidadamente en una greña dividida por una incombustible crencha, confiriendo un volumen aparente a su cráneo mucho mayor del real. Vestía su imperecedera bata blanca, tan pulcramente planchada como pulcro era también su afeitado matinal.
El comité estaba compuesto por siete miembros incluyendo al propio don Oswaldo. El número impar garantizaba que no se dieran incómodos empates a resolver con el voto de calidad del presidente; la abstención no estaba permitida cuando se precisaba una votación. Aquellos científicos eran conscientes de su deber para con la comunidad a la que servían y nunca se ausentaban de las reuniones a las que debían asistir. En caso de enfermedad grave de cualquiera de sus miembros la reunión era pospuesta indefinidamente hasta que pudiera restablecerse el cuórum. Las cosas allí se hacían bien. Lentamente, sí, pero debían hacerse bien.
Abrió la reunión el presidente Oswaldo con la inveterada fórmula que había heredado de su predecesor hacía cinco años y medio; muy posiblemente éste la hubiera heredado a su vez de su antecesor en el cargo:
—Tengan ustedes buenos días y sepan que son bienvenidos a esta ducentésima septuagésima cuarta reunión —don Oswaldo hubo de consultar el ordinal que correspondía a la reunión en curso— del Comité para la Investigación y el Restablecimiento de Costumbres y Hábitos Ancestrales. Doy por sentado que todos ustedes son conocedores del motivo que nos reúne hoy aquí y puesto que el tiempo de todos nosotros es de oro, cedo la palabra al presidente de la Comisión Investigadora para que nos ponga en situación a fin de enmarcar el debate de hoy.
Cirilo Ruisánchez carraspeó levemente a fin de evitar un inoportuno gallo al iniciar su alocución. Eran las nueve en punto de la mañana; había desayunado muy de madrugada y ahora lamentaba no haber ingerido alimento alguno desde entonces. La reunión de hoy no iba a ser muy larga, pero temía que su estómago vacío le señalara con una inoportuna halitosis, por lo que había decidido mantenerse prudencialmente alejado del resto de los miembros del gabinete.
—Gracias, señor presidente. Los informes que nuestro Departamento de Historiografía e Investigación reportan que el comienzo de la preterición de la costumbre o/y hábito objeto de debate hoy aquí se remonta al bienio 15-16 del siglo pasado, cuando la empresa antecesora de la actual propietaria del producto objeto de deliberaciones en este consejo, y que en la actualidad monopoliza este mercado, inició la comercialización industrial del producto. A través de testimonios que hemos podido recoger en hemerotecas de papel sabemos que el público de hace cien años acogió la iniciativa con cierto humor jocoso, pues en aquel entonces en todas las casas sin excepción se fabricaba el producto artesanalmente. El público objetivo del manufacturado quedaba reflejado por la razón social de la empresa, ya de sobra conocida al haber sido objeto de un debate previo en esta misma sala. Pero la juventud de entonces, y quiero puntualizar que invariablemente todos esos jóvenes fueron antepasados directos nuestros, ya había comenzando lo que hoy conocemos como el Desarraigo de las Inveteradas Costumbres. Poco a poco el producto fue entrando en los domicilios particulares. Las madres de comienzos del siglo XXI, aun debiendo trabajar y disponiendo de escaso tiempo para preparar comidas, se resistían a utilizar el producto por haber heredado de sus madres, y éstas de las suyas, un método familiar propio mantenido gracias a la tradición oral. Sin embargo el producto industrial era realmente bueno y su uso se fue generalizando en los hogares precisamente por esa falta de tiempo a la que he aludido hace unos instantes. Disponemos de testimonios, de nuevo a través de las hemerotecas, donde se confirma que a pesar de ser un producto típico en los establecimientos hosteleros de toda España, los cuales rivalizaban sanamente con concursos de paladares entre ellos, las diferentes variedades del producto manufacturado comenzaron a introducirse también por la facilidad del preparado industrial que se hallaba listo para el consumo, y cuyo aspecto final no se diferenciaba mucho del elaborado artesanal. Hace cincuenta años aún quedaban ciudadanos que conocían las claves para confeccionar artesanalmente el producto objeto de debate hoy, pero un siglo después las técnicas ancestrales que durante generaciones habían ido pasando de madres a hijos a través de la tradición oral a la que ya he aludido anteriormente, se han perdido definitivamente y sólo la empresa sucesora de la primigenia alberga la fórmula para producir el producto original y sus variedades.
»Tras tomar conciencia de que nos sumíamos progresivamente en una Segunda Edad Oscura, y gracias a los retazos de información digital que hemos podido reconstruir tras el Gran Apagón Tecnológico e Informático de hace treinta años, provocado por el small big bang de lo que se conocía hasta entonces como Internet, somos conocedores de lo poco que sabemos. Tenemos esperanza de encontrar entre las cadenas de bits que podamos reconstruir de la antigua Internet, imágenes que nos lleven a identificar la fórmula para fabricar tan interesante alimento en los días que vivimos, tanto por los nutrientes que aporta como por su bajo costo… —y don Cirilo hizo una inopinada pausa antes de continuar—, como por la facilidad que barruntamos que supone su elaboración, a pesar de las mil y una variantes que cada maestrillo aportaba al saber colectivo. El proceso de reorganización de esas cadenas de datos recuperadas poco a poco en la nueva Estratosnet debe comenzar a dar sus frutos en cuestión de dos años, pero dada la ingente cantidad de información sin descifrar, y puesto que toda indexación quedó totalmente destruida, sólo nos queda esperar a que la fortuna nos sonría y los kilobytes que nos interesan no se hallaran en la zona más dañada de la antigua Internet.
—Como usted conoce perfectamente, don Cirilo, somos científicos, y la palabra azar no figura en nuestro vocabulario, aunque entendemos perfectamente el sentido de su declaración —el presidente Oswaldo, como le correspondía por mor de su cargo, había asumido de nuevo el uso de la palabra—. Es precisamente por ello que nos encontramos aquí reunidos. Doña Hortensia —y don Oswaldo giró su cabeza hacia la presidenta de la Comisión de Investigación, Desarrollo e Innovación—, ¿sería tan amable de explicarnos lo que nuestros ingenieros pueden hacer al respecto a día de hoy?
Doña Hortensia López era una mujer madura, resoluta y poco dada a perder el tiempo con expresiones banales. Su mente analítica era muy apreciada en el seno del Comité, pues invariablemente iba directa al grano eliminando por el camino las posibilidades superfluas que se dan en cualquier debate derivándolo hacia enmarañados entramados dialécticos. No sólo exponía sus tesis de forma clara y concisa sino que les hacía ganar tiempo evitando que en aquella elite de científicos se divagara a las primeras de cambio.
—Señor presidente, nuestros expertos aún se encuentran estructurando el proceso de ingeniería inversa que nos hemos propuesto llevar a cabo con el producto manufacturado, analizando los artículos que adquirimos a la empresa monopolizadora. Sabemos ya cuáles son sus dos componentes básicos, pero aún nos falta mucho para desvelar el proceso de fabricación: temperaturas, amalgamas, productos secundarios, los utensilios utilizados y su influencia en el resultado final, pero sobre todo los tiempos exactos que precisa cada una de las fases: inmersión, cocción, enfriamiento, etcétera. Hemos avanzado en procesos mecánicos tales que las técnicas de corte y batido de cada uno de los productos primarios.
Y doña Hortensia, siguiendo su inveterada costumbre que todos conocían, silenció su exposición cuando el auditorio esperaba que continuara aportando más información relevante. Era como si ella misma, en su mente, se diera un tiempo para expresar sus ideas, al término del cual sufriera una desconexión súbita entre cerebro y cuerdas vocales y quedara impedida para proseguir. Pero se conocía de forma cierta que no se trataba de un robot.
Cuando don Oswaldo se hubo apercibido del silencio brusco en que se sumió la reunión, retomó la palabra para dirigirse al presidente de la Comisión de Relaciones Públicas e Institucionales.
—Don Asterio Giménez, ¿qué tienen que decirnos desde el Departamento de Asuntos Políticos? ¿Sería posible obligar a la empresa manufacturera a revelar al Estado el método, o quizá sólo fases concretas de la elaboración del producto?
Asterio Giménez era un hombre robusto, de abultado vientre, ancho pecho y poblada barba veteada de canas; su cabellera aún era sospechosamente negra. Su gran humanidad, que apenas cabía en el traje de carísimo corte que invariablemente vestía, a duras penas soportaba en pie estas reuniones a la japonesa, por lo que acompañaba sus manifestaciones de respiraciones entrecortadas y sonoras que tomaban el aspecto de soplidos y resoplidos. Cuando las reuniones superaban la media hora, lo que ocurría habitualmente, comenzaba a respirar por la boca con un perceptible jadeo que se aproximaba al estertor a medida que el tiempo de permanencia en pie se aproximaba a los sesenta minutos. Sin embargo era el miembro más útil de puertas afuera para la comunidad científica. Doctor en Ciencias Políticas y doctor en Ciencias de la Información, su agenda de contactos recorría el Parlamento transversalmente y llegaban al mismísimo palacio presidencial, sin importar quien lo ocupara en cada momento. Contrariamente a doña Hortensia, don Asterio era prolijo en sus exposiciones, abusando intencionadamente de pleonasmos, lítotes y perífrasis.
—Señor presidente, con su venia, me temo que ello sea poco menos que imposible. Tendríamos que nacionalizar la empresa, y en los tiempos que corren eso no va a ser posible. Hace más de un siglo que en España no se ha iniciado el proceso de nacionalización de empresa privada alguna. Y doy por sentado que ni los más veteranos y sabios doctores en derecho privado y público del país supieran cómo se inicia un expediente de tal magnitud; y menos aún cómo se tramita para llevarlo a buen puerto dada la falta de información jurisprudencial por los motivos que todos conocemos. Por otro lado, la empresa está económicamente saneada. Es una empresa próspera que merced a su trabajo y tesón se ha alzado con el monopolio del producto al ser la única que conoce la fórmula de elaboración, y que guarda celosamente, como ocurriera en el siglo pasado con la hoy extinta Cocacola. Paga regularmente sus salarios y sus impuestos, las condiciones laborales y sanitarias no sólo son excelentes sino que son un modelo nacional a seguir por otras empresas, y su mercado, en franca expansión por Europa, América y África, le garantizaría huir de nuestra presión mudando su sede rápidamente a cualquier otro país en cuanto se sospechara de una maniobra política de tal envergadura.
—¿Sabe usted si los dueños tienen sólidos contactos entre la clase política? —quiso saber el presidente don Oswaldo.
—Lo cierto es que ni los tienen ni los dejan de tener. Han permanecido siempre asépticos a colores políticos sin dejar de colaborar gentil y gratuitamente con la nación cuando se les ha requerido a fin de agasajar a delegaciones internacionales, o en eventos multitudinarios, como los recientes Juegos Olímpicos de Bilbao 2112. La villa olímpica no dejó de estar surtida constantemente de su producto estrella, y en la última Cumbre Paneuropea tuvieron el detalle de no olvidarse de presentar una novedosa variedad que fue aplaudida por los presidentes de las naciones asistentes, los cuales fueron obsequiados, de vuelta a sus países, con una valija que contenía todas las variedades del producto que hoy en día pueden adquirirse en el mercado español, valija valorada en no menos de mil eurodólares por los expertos. La baza jugada por el departamento de mercadotecnia de la empresa ha sido alabada, celebrada y reseñada como antológica en todas las escuelas privadas de Gestión Empresarial y Ciencias Económicas a lo largo y ancho del país. Mucho me temo que estas inteligentes tácticas colocan a la empresa fuera del alcance de todo tipo de maniobras arteras y torticeras, dicho sea con el máximo respeto que este comité me inspira y del que sé positivamente que ninguno de ustedes duda.
El presidente Oswaldo ajustó las solapas de su inmaculada bata blanca, gesto que todos los asistentes sabían que afloraba cada vez que buscaba medir sus palabras.
—¿Cree usted, don Asterio, que podría hablar con el Señor Presidente del Gobierno Español a fin de que escuchara a este su Consejo Científico Capitular regido por la Hermandad? Dicho de otra forma, ¿cree usted que podríamos convenir una cita en esta docta casa o quizá en algún lugar que le sea más cómodo al Señor Presidente a fin de no distraerle de sus responsabilidades?
—¿Conversación que tendría como objetivo…? —aventuró con cautela don Asterio.
—Con el objetivo de hacerle comprender la necesidad de devolver al pueblo, al menos en parte, un saber y un arte que ancestralmente le pertenece; con el objeto de hacer entender al Señor Presidente de la Nación Española que el pueblo se muere de hambre y que la elaboración del producto que nos ha reunido hoy aquí puede salvar de la hambruna voraz que se avecina dado el palmario escaso valor de sus componentes mínimos y dada la previsible facilidad con que el producto puede ser elaborado en cada hogar español.
Don Asterio quedó pensativo; los demás miembros del comité le observaban atentamente. El doctor en Ciencias Políticas y en Ciencias de la Información se ajustó la corbata de color azul regio jaspeado con minúsculas listas verticales amarillas con que adornaba hoy su descomunal pecho, en un ademán con significado similar al que había utilizado el presidente del comité hacía breves instantes. Tras superarse con creces unos prudentes segundos de silencio que se antojaron eternos, tuvo que ser doña Cleopatra Álvarez quien le sacara de su ensimismamiento.
—¿Y bien, don Asterio?
El aludido comenzó a respirar trabajosamente. Abrió la boca como para decir algo, aunque sólo la usó para atrapar un aire que se le escapaba. Al cabo de otro puñado de segundos igual de sempiternos, don Asterio eligió con sumo cuidado sus palabras:
—Me temo que no vaya a ser posible. No nos encontramos en el mejor momento. A decir verdad puedo asegurarles sin temor a equivocarme que ahora no es el momento propicio. El Señor Presidente del Estado Español no dispone de tiempo material para atender las demandas de este reconocidísimo comité, núcleo decisorio de la Hermandad Científica. Entre sus comparecencias en radio y televisión en los magacines matinales, las tertulias vespertinas y los realities nocturnos, no le es posible disponer de tiempo para atender los asuntos importantes que la nación le demanda. Es el precio que hay que pagar por nuestra sharecracia.
Don Oswaldo, a pesar de no olvidar en ningún momento que era el presidente del Comité, se permitió chasquear la lengua con hastío manifiesto.
—La sharecracia es una mierda, precisamente por ser la consecuencia lógica de haber permitido que las campañas políticas acabaran en manos de marketineros impresentables, indecentes y sinver…— don Oswaldo fue interrumpido por doña Paciencia Martínez.
—Apoyados por la comunidad científica de psicólogos sociales, no lo olvide, don Oswaldo. Los científicos somos tan culpables de la situación actual como el resto del pueblo, si no más, dada nuestra formación académica y nuestra endémica y patológica incapacidad para ponernos de acuerdo.
Doña Paciencia era una mujer pequeñita, seca, enjuta… Su rostro estaba surcado de mil arrugas, pero sus profundos ojos azules, de un tono próximo al lapislázuli más puro, denotaban aún una mente ágil y despierta. Su cabello rubio platino caía con docilidad sobre sus hombros. A sus setenta años superados con creces su voz conservaba la profundidad de un trueno sordo y continuado, aunque la incipiente senilidad le había ido confiriendo una nota escarchada. Nadie dudaba de que en su juventud doña Paciencia había sido una mujer inusualmente guapa porque aún conservaba la belleza inmarcesible de los seres angelicales.
Paciencia Martínez era la Directora de la Agencia Nacional de Estudios Sociales y Humanitarios, y estaba en posesión de cuatro doctorados: Psicología, Sociología, Antropología y Ciencias de la Educación. Nadie sabía cómo lo había conseguido, de dónde había sacado tiempo para ello, pero sus doctorados eran incontrovertibles. Sus firmes opiniones y objeciones, cuando se dignaba compartirlas con los demás, sentaban cátedra en la comunidad científica, y no en pocas ocasiones habían supuesto un giro copernicano en las políticas y en la filosofía de aquella Hermandad Científica que regía con muy buen tino don Oswaldo Pérez desde hacía poco más de cinco años.
—Doña Paciencia, siempre atina usted en sus puntualizaciones —dijo con una sonrisa más que afable don Oswaldo—. Pero me temo que en esta ocasión este presidente no puede convenir con sus palabras so pena de crear un punto de disensión en esta Hermandad. Lo digo al objeto de que quede registrado en el acta oral que como saben todos ustedes se registra automáticamente en cada sesión y que quedará transcrita al papel nada más la demos por terminada. Pero sí me voy a permitir extractar sus palabras para que sean recogidas en el Diario Científico de mañana al objeto de promover un voto de autocensura por nuestra parte. Como miembro de la comunidad me tomaré la libertad de proceder en lo personal como mejor crea que debo hacerlo, pero como presidente no me es posible ir más allá.
Doña Paciencia correspondió a la perorata del presidente con una media sonrisa y un casi imperceptible cabeceo que fue detectado gracias al movimiento de barrido que produjo su lacia cabellera sobre los hombros.
—Hecha la salvedad, no querría que nos perdiéramos en dibujos —continuó el presidente—. Doña Flérida, si es tan amable, díganos que conclusiones puede hacernos su Departamento de Emprendimiento de Acciones y Actuaciones merced a la información con la que todos contaban al llegar a esta sala.
Flérida García miró a los presentes. Al igual que don Asterio tampoco vestía de bata blanca, común a todos los científicos, sino que portaba un conjunto que le confería un aspecto ciertamente varonil. La moda unisex había vuelto al panorama mundial y se dejaba notar también en los mejores paños. Vestida con americana y falda recta de color carbón, camisa blanca de floreadas solapas y alzacuello del mismo color, doña Flérida García ordenó los folios que tenía abiertos ante sí antes de tomar la palabra, dando a su entrada una pausa dramática.
—Como todos los presentes conocen, la elaboración artesanal de lo que era considerado en España como comida obrera, de bajo coste y alto contenido energético y gran valor vitamínico merced a su ingente cantidad de variedades, fue desapareciendo de las mesas familiares y de los locales de reunión públicos, siendo sustituida paulatinamente, y es de justicia decirlo, por la calidad de un producto manufacturado industrialmente, por un producto que era imperceptiblemente más caro que la adquisición de todos los componentes por separado. Eliminar los tiempos de producción en el entorno doméstico fue la clave para que fuera desapareciendo un saber ancestral. Vuelvo y repito: la calidad del producto en cuanto a sabor, textura, y posibilidad de personalizar la presentación final en la mesa, logró que pese a las reticencias iniciales las amas de casa incorporaran a la cesta de la compra el producto comercializado por la empresa Rodríguez Españoles. Desprecintar el producto final y calentarlo en los antiguos hornos microondas o incluso en la ancestral sartén con un calor generado por convección, era cuestión de minutos en comparación con el tiempo que llevaba el preparado y la puesta en escena de la tortilla de patata, más conocida como tortilla española.
A día de hoy, podemos constatar sin miedo a equivocarnos, que ningún ciudadano de entre los pocos millones de habitantes que se han quedado en el país conoce el secreto de su elaboración, salvo la fábrica que en la actualidad comercializa el producto acabado. Y tras escuchar tan atenta como preocupadamente a don Asterio, sólo queda confiar en el proceso de ingeniería inversa para inferir cómo elaborar algo que nuestras abuelas y bisabuelas hacían cotidianamente sin reparar en ello.
Losange Sable
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